¿Se puede traducir la poesía? por Maite Fernández, coordinadora de los talleres de traducción literaria de Billar de letras.
Ayer tuvimos una intensa sesión sobre traducción de poesía en el marco de nuestro Curso de Traducción Literaria. En dos horas que pasaron volando, Pedro Tena nos explicó cuáles eran los principales patrones rítmicos, hizo que escribiéramos un poema «a lo William Carlos Williams» (a partir de su poema «Esto es solo para decirte») y nos dejó luego a medio traducir otro poema del mismo autor, más reflexivo y denso. No nos dio tiempo a terminarlo, pero nos fuimos con el gusanillo metido ya en el cuerpo.
Luego me contó Ronaldo que en sus clases de novela había surgido un día el debate sobre si se podía o no traducir la poesía, y que unos decían que sí, otros que no… que si era lo mismo o no lo era. No nos dio tiempo a comentar que si no se hubiera podido traducir la poesía, nuestra literatura, tal como es hoy, no existiría.
Mientras charlábamos, su hijo de un año, el más irresistible rubio del barrio, correteaba por la casa balbuceando sílabas y señalando con el dedo.
Entonces me acordé de cuando mi hija tenía esa edad y yo traducía sus balbuceos. Cuando ella decían «eta», yo les explicaba a mis amigos que quería una galleta. Traducía y era feliz. ¿Eran mis palabras las mismas? ¿Me expresaba yo del mismo modo? ¿Era realmente capaz de meterme en su cabeza y ver el mundo como ella lo veía? No, pero yo era feliz, y mis amigos disfrutaban dándole lo que quería, y al final, y eso es lo más importante, mi niña se comía la galleta.
Y entonces, pensé, ¿por qué no iba a poder traducirse un poema? ¿Es lo mismo el poema traducido que el original? No. ¿Y qué?
El traductor disfruta de esa alegría de creer entender al otro, y el otro de la alegría de que le entiendan, y sea como sea, al final, siempre habrá algún lector encantado de zamparse ese poema.