Por Maite Fernández, coordinadora del Taller de traducción literaria del inglés.
Cuando hace muchos años empecé a trabajar como traductora, no pensaba sino en correr tras las palabras. Pensaba que con los años llegaría a darles caza a todas y a colocarles luego, sin equivocarme, una traducción. Sin embargo, después de más de veinte años de oficio, he tenido que aceptar que no podré nunca atraparlas, o atraparlas a todas, que las palabras tienen siempre las de ganar.
Ahora, me ha llegado la noticia de un estudio realizado en Estados Unidos cuyos resultados acaban de publicarse en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences. Os lo cuento porque ese estudio me ha ayudado a ver con claridad cosas que hasta ahora eran solo intuitivas. Os cuento: el estudio buscaba poner de manifiesto las relaciones semánticas universales entre las palabras, más allá de las diferencias culturales, algo sin duda interesante para un traductor; pero, por el camino, el estudio ha descubierto algo que los traductores, sin darnos mucha cuenta, sabíamos ya.
Resulta que los investigadores seleccionaron una serie de palabras esenciales relacionadas con elementos universales de la naturaleza y propusieron su traducción a 81 lenguas distintas, la mayoría de ellas lenguas poco conocidas y alejadas de las lenguas mayoritarias y más claramente emparentadas. Luego pidieron que las palabras propuestas en esas lenguas volvieran a traducirse al inglés.
¿Y qué ocurrió? Pues que empezaron con “año” y acabaron con “verano”, o “edad”, o “Pléyade”; que la “montaña” se convirtió en “bosque” o “volcán”; la “oscuridad” devino “noche”; y el “fuego” “llama”, o “meteoro”, o “leña”; el “polvo” se transformó en “playa”; el “viento” en “aliento”.
Las redes semánticas completas pueden verse aquí. ¿Cómo es eso posible?
«Las palabras etiquetan conceptos», explica Youn. «Necesitamos una palabra para expresarnos y comunicarnos con los demás, pero lo que de verdad se transmite es un significado. Y los significados, los conceptos, evolucionan como evolucionan la sociedad y la cultura, así que las agrupaciones de letras a las que llamamos palabras pueden ser notablemente dinámicas también».
Según explica el lingüista de la Universidad de Columbia John H. McWhorter, «una palabra como “sol” implica “calor”, así que en una determinada lengua es posible que haya algo de “sol” en el concepto de “calentarse”». Con el tiempo, la palabra “sol” puede llegar a significar únicamente “calor» (…)». Pero durante ese proceso «hay un tiempo en el que una palabra puede significar ambas cosas», añade Bhattacharya.
Así que «[n]uestra idea de que las palabras son cosas estáticas que están ahí sentadas en un diccionario, con un significado que también está ahí sentado y sin moverse, es artificial», explica McWhorter. «En realidad, una palabra es más bien un proceso, y está siempre transformándose en otra distinta».
Yo no sé cómo hicieron el experimento, ni quién tradujo esas palabras, desconozco si había o no había contexto y si se pidió o no que se tuviera en cuenta el significado. Quizás se recurriera a un diccionario o incluso al traductor de Google. Lo cierto es que ahora entiendo mejor por qué después de tantos años dedicados a la traducción, sigo teniendo la impresión de haberme pasado la vida jugando al pillapilla, persiguiendo palabras, atrapando algunas, dejando que otras se me volvieran a escapar.
Entiendo también por qué las traducciones se quedan obsoletas y cada veinte o treinta años hay que volver a traducir los textos: porque cuando una traducción se convierte en letra impresa, las palabras se quedan quietas, pero sus significados, como niños inquietos, revoltosos y habilísimos, en cuanto te das la vuelta, se están escabullendo ya.
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Qué concepto tan interesante el de
“significado que fluye entre
palabras” o “palabras que fluyen
entre significados”.