Se llama Muerte y es segadora. BERLÍN ALEXANDERPLATZ, de Alfred Döblin por Fernando Alonso.
Hay ocasiones en las que la historia parece conjurarse en olvidar obras y autores que, aun a pesar de su calidad y su éxito temprano, no han conseguido la unanimidad de crítica necesaria para mantenerse en el imaginario colectivo a lo largo del tiempo. Por suerte, algunos de ellos han gozado de un reconocimiento tardío de la mano de algún crítico de prestigio que los ha restituido al lugar que merecían.
Éste, quizá, sea el caso de Berlín Alexanderplatz (1929) y de su autor Alfred Döblin (1878-1957). Seguramente habría que buscar la razón en la propia personalidad del escritor, que se definió a sí mismo como «un berlinés con una noción vaga de otros lugares y regiones» y que «no pertenecía a la nación alemana ni a la judía; su nación eran los niños y los locos».
Alfred Döblin nació en Stettin (la actual Szczecin polaca) en la región de Pomerania, en aquel entonces bajo administración alemana. De origen judío, se trasladó con su familia a Berlín donde alternó el ejercicio de la medicina, como psiquiatra, con la escritura. Militó durante un tiempo en el Partido Socialista (SPD) y, ante las circunstancias del momento, abandonó Alemania en febrero de 1933, al día siguiente del incendio del Reichstag, para residir en París donde adquirió la nacionalidad francesa en 1936, hasta que huyó de nuevo a Estados Unidos en 1940. Acabada la segunda guerra mundial retornó a Alemania, aunque volvió otra vez a residir temporalmente en Francia.
Döblin comenzó a publicar en 1913, pero no fue hasta el año 1929, cuando llegó su consagración como escritor con la publicación de Berlín Alexanderplatz, que constituye uno de los hitos de la narrativa moderna en alemán.
Existen varias novelas sobre el Berlín de aquellos años (recuérdese, por ejemplo, Adiós a Berlín [1939] de Christopher Isherwood, que dio lugar a la película Cabaret), pero ninguna ha llegado a la intensidad literaria de Berlín Alexanderplatz. Sin embargo, hay que deshacer un malentendido para quien piense que se trata de una novela sobre la ciudad, por más que ésta rezume en todas y cada una de sus páginas. ¿Qué es, entonces, Berlín Alexanderplatz?
Para responderlo hay que situarse en la Alemania de entreguerras –la República de Weimar-, sumida en un caos económico, no sólo a consecuencia de la destrucción física propia de la primera contienda mundial sino, fundamentalmente, de las obligaciones económicas a las que fue sometida por las potencias vencedoras como costo de reparaciones de guerra, lo que desembocó en un estado de falta de horizonte y humillación nacional que sólo necesitaba la llegada de un salvador que, por desgracia, apareció. El resto de la historia es conocido: 60 millones de muertos.
Como siempre ocurre en estos casos, la enorme crisis que vivió Alemania se cebó especialmente en las clases humildes y fue el sustrato de un submundo de estraperlistas y delincuentes que proliferaron al amparo de la situación.
Berlín Este era una zona de clase obrera. En ella había un lugar de encuentro por excelencia: la Alexanderplatz, la Alex de los berlineses, muchos de cuyos edificios e infraestructuras se encontraban en plena reconstrucción. Allí fue donde Alfred Döblin ejerció la medicina durante varios años y tomó contacto con todas aquellas gentes que luchaban por sobrevivir.
La historia de Berlín Alexanderplatz es la historia de Franz Biberkopf, «peón de albañil y mozo de cuerda», de poco más de treinta años, que en un brote de violencia alcohólica mata a su novia –a la que previamente había prostituido-, y es condenado por ello a cuatro años de prisión. La novela comienza con su salida de la cárcel a ese Berlín inhóspito de 1928, sin oficio ni beneficio pero, a pesar de ello, con la intención de ser un hombre honrado. Es entonces cuando, realmente, como dice la novela, «empieza el castigo».
Desde la introducción, se hace patente que no estamos ante una novela al uso: en esa primera página el autor resume punto por punto lo que vamos a leer. Quizá nos falten los detalles -en eso consistirá el desarrollo de la novela-, pero la lectura seguirá un riguroso guión escrito y previamente conocido. Es más, cada uno de los nueve libros que componen el texto y cada una de las secciones en las que éstos se dividen van precedidos del correspondiente párrafo resumen. Lejos de disuadir de la lectura, este artificio literario crea una complicidad con el lector que lo ata con fuerza a la narración. Para aumentar ese grado de cercanía, todo el texto, salvo el primer libro, está escrito en presente.
Es una opinión extendida que el verdadero valor de esta novela es el de su forma literaria, ante la cual la historia narrada pasa a un segundo término. Entendiendo el razonamiento, que subraya el autor dándola a conocer previamente, creo que esta afirmación debe matizarse. Es cierto que la trama es sencilla, pero los personajes no lo son en absoluto, hasta el punto de que Döblin se aplica a desdibujar las fronteras entre delincuentes y no delincuentes como en paralelo ya venían mostrando los textos de Bertolt Brecht. En el fondo, la novela pone de manifiesto la cara poliédrica de la vida y de los seres humanos, y lo hace empleando a su vez un estilo también poliédrico, por lo que, a mi entender, si por algo cautiva esta novela es por la concordancia precisa que existe entre su fondo y su forma, algo que sólo ocurre en contadas ocasiones que suelen corresponder con obras memorables.
Merece la pena detenerse en alguno de estos aspectos. Tomemos por ejemplo el problema del narrador. No hay taller de creación literaria que no lo aborde mediante el análisis los distintos roles que aquél puede desempeñar y el resultado al que conduce cada uno de ellos. Pues bien, hay que leer Berlín Alexanderplatz para tomar conciencia, de una vez por todas, del valor del narrador en un texto porque, fuera de la etiqueta que se pueda asignar al de Berlín Alexanderplatz, éste en concreto constituye un modelo literario.
La primera consideración que ha de hacerse es que en Berlín Alexanderplatz el narrador tiene tanta o mayor complejidad que los propios personajes que describe. Hasta podría decirse que constituye un personaje más de la novela, en la que adopta diferentes papeles según cree conveniente. Incluso, a veces, no sabemos si oímos al narrador, al autor, una voz en off o un monólogo interior o el flujo de conciencia de un personaje. Pero este narrador, en todo momento omnisciente, puede transformarse en augur: «Ahora veréis a Franz Biberkopf como encubridor, como delincuente, el hombre nuevo tiene una profesión nueva, y lo peor no ha llegado aún.»; otras entra en la conciencia del protagonista y sufre con él: «Y a Franz se le revuelve el corazón, ¡ve tanta trampa y engaño, por donde quiera que va!»; le aconseja sobre el peligro que corre con su actitud: «Franz Biberkopf. Tente derecho. Vas a perder el equilibrio.»; sostiene con él largos diálogos en los que le increpa sobre sus actos mientras el personaje se defiende de la crítica: «… -Acabarás en la cárcel, Franz, alguien te dará una cuchillada. / -Que lo haga. Antes verá quién soy yo» o adopta un tono distante y cínico: «Y si alguien pregunta aún si existe la justicia en el mundo, tendrá que conformarse con esta respuesta: de momento no, por lo menos hasta ese viernes».
Pero tampoco duda en dirigirse al lector de forma indirecta y coloquial: «Hay algunos lectores preocupados por Cilly. ¿Qué será de la pobre muchacha si Franz no está ahí, si Franz no vive y está muerto o si, sencillamente, no está ahí?»; o se desliza por el surrealismo: «Por qué caminan esos dos ángeles junto a Franz, qué clase de niñería es ésta, desde cuando caminan los ángeles junto a las personas, dos ángeles en la Alexanderplatz de Berlín en 1928…», para transformarse sin el mínimo pudor en hombre del tiempo: « …Pero antes quisiera dar rápidamente el estado del tiempo, según el parte del Servicio Meteorológico Oficial de Berlín. Situación meteorológica general: la zona occidental de altas presiones…».
Del mismo modo, durante la lectura de Berlín Alexanderplatz, resulta jocoso recordar las preocupaciones formales sentidas a la hora de escribir un diálogo en lo que se refiere a la puntuación o las acotaciones. En esta novela todo eso salta por los aires al estar los diálogos integrados en la narración sin ninguno de sus atributos canónicos. Pero, eso sí, siempre se respeta su esencia: la verosimilitud y el hecho de saber, en todo momento, quién está hablando. Y respecto a la agilidad, no es que los diálogos de esta novela sean ágiles, es que son vertiginosos, de forma que el lector se encuentra en medio de la narración como en un carrusel del que no puede bajarse hasta que el autor lo decide con una pausa.
El resultado de este estilo, resuelto con frases cortas separadas con una puntuación a veces dislocada, en la que las comas sustituyen a menudo a los puntos, con un narrador pegado a los personajes y al lector, sin solución de continuidad entre párrafos y diálogos, es de una enorme tensión narrativa que, inevitablemente, nos hace partícipes de la angustia del protagonista y nos transmite su desasosiego.
La historia es dura y angulosa, poblada de gánsteres de poca monta, ladrones, estafadores, chulos y prostitutas pero, incluso en este ambiente, el autor no renuncia a páginas de enorme emoción y lirismo. Escrita, como dijo Walter Benjamin, con la técnica del montaje cinematográfico, es un collage en el que, junto a la narración principal, se amalgaman estadísticas, recortes de periódico, anuncios, canciones, descripciones científicas, funciones matemáticas que explican un homicidio y extensas referencias bíblicas al hilo de los acontecimientos. Todo ello conforma un caleidoscopio que muestra diferentes formas de ver la realidad de forma simultánea, tal como se promovía desde las vanguardias artísticas del momento. Es sencillo ver en sus páginas aportaciones expresionistas y futuristas, pero también cubistas, surrealistas y dadaístas.
Sin embargo, como se ha apuntado, no todo es forma en esta novela en la que, además de la peripecia de los protagonistas, resulta fundamental el trasfondo social de la trama, fruto del desencanto y la carencia material y de ideales de la población, en este caso centrada en los trabajadores y el lumpen berlinés, en medio de una radicalización política creciente, con el enfrentamiento larvado entre socialistas, comunistas y anarquistas, y el ascenso imparable del nazismo. La novela hurga en las heridas de la calle y la humillación que supusieron las imposibles condiciones impuestas al estado alemán en el Tratado de Versalles y el posterior Plan Dawes, rescate cuyos préstamos sobre todo trataban de asegurar –como siempre- el cobro por parte de los Estados y bancos acreedores. La novela finaliza en el invierno de 1928-1929, aunque conviene recordar que la situación empeoró notablemente a finales de este último año con el crack de la Bolsa neoyorquina de consecuencias aún más devastadoras para Alemania, lo que dio alas a la toma del poder por Hitler en 1933.
Berlín Alexanderplatz tuvo un gran éxito tras su publicación, alcanzando 45 ediciones y la traducción a varios idiomas pero, a diferencia de lo que ocurrió después con otros escritores en el exilio, Alfred Döblin cayó en un cierto olvido, o al menos silencio, del que fue finalmente rescatado. Marcel Reich-Ranicki, el gran crítico alemán, afirmó que «sin este libro, resulta difícilmente imaginable una gran parte de la prosa alemana moderna». El propio Günter Grass consideró su prosa deudora de la de Alfred Döblin, llegando a instituir un premio literario con el nombre de este autor, que se otorgaba cada año a un manuscrito en ejecución, al día siguiente de una sesión en la que los autores preseleccionados lo leían delante de un jurado.
Se ha hablado mucho de los autores y obras cuya influencia puede sentirse en esta novela. Entre ellos siempre aparece James Joyce, de lo que Alfred Döblin siempre se defendió, afirmando que, precisamente, conoció Ulises mientras la escribía. Sin embargo, es justo reconocer que hay pasajes en ella cuyas similitudes con esa obra son notorias. Otra referencia es Manhattan Transfer (1925) de John Dos Passos, quizá por el tono, también pesimista, y la técnica cinematográfica que utiliza para hablar de una ciudad y sus gentes. Aunque, seguramente, de quien esté más cerca es de su coetáneo y compatriota Bertolt Brecht y de algunas de su obras de teatro como En la jungla de las ciudades (1922), o los libretos de las obras musicales de Kurt Weill, La ópera de cuatro cuartos (1928) o Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (1929).
Por su parte, Alfred Döblin siempre se manifestó opuesto al estilo de Thomas Mann –sentimiento que debió de ser recíproco-, mientras se sentía cercano a Bertolt Brecht o Franz Kafka.
Como resumen, hay que reiterar que Berlín Alexanderplatz es una novela de enorme interés, no sólo desde el punto de vista de la lectura sino también de la creación literaria y hasta de la traducción porque, estando su original cargado de expresiones y modismos del habla berlinesa, se han suscitado polémicas con algunas de las traducciones existentes por el problema que supone la decisión y el acierto de trasladar o no dicha jerga a un idioma diferente.
Denostada por unos y considerada por otros como una obra de culto, no está de más recordar la adaptación para televisión, en 14 capítulos, que Rainer Werner Fassbinder hizo de la novela en 1979.
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Enhorabuena por este gran comentario, un saludo.
Nos alegra que te haya gustado, Pablo 🙂
Interesante el resumen que
imagina simplemente la magnitud
de la lectura completa de la obra