Muchos matrimonios, de Sherwood Anderson

POSTED BY   Natalia
16/11/2015
Muchos matrimonios, de Sherwood Anderson

CUBIERTA_ANDERSON-228x300Jaime Buedo
La reciente hecatombe provocada por el hackeo masivo de la web Ashley Madison, dedicada —me han contado— a facilitar encuentros de carnalidad extra-marital, demuestra dos tesis: que se puede hacer negocio de casi cualquier cosa, y que la hipocresía sigue siendo la principal institución sobre la que se sostiene el resto del castillo social. Más o menos en esas debía andar Sherwood Anderson cuando, ya en esa especie de apoteosis del bienestar que fueron los años 20 para la clase media norteamericana, se atrevió a plasmar en una novela la decadencia de la institución matrimonial y los pacatos códigos morales que regían todo aquel tinglado. El resultado, que llevó por título Muchos matrimonios, lo tenemos en España desde 2012 gracias a Gallo Nero.

Sherwood Anderson fue un tipo peculiar. Felizmente casado, pasó la mitad de su vida como un versátil hombre de negocios que asistía cada domingo a la iglesia, dicen las malas lenguas, ataviado con su pijama y un sombrero. Por las noches, arrancaba minutos a la monotonía del american way of life, para escribir novelas y relatos. Dicen también esas malas lenguas que, una vez, aprovechó el fiasco de uno de sus negocios para fingir un ataque de nervios que le llevaría a alejarse de su familia y de su vida empresarial y dedicarse seriamente a la literatura. Dio paso así a la figura que hoy conocemos, sobre todo, por Winesburg, Ohio y por haber fascinado con su modo de vida al mismísimo William Faulkner. Referente para algunos de los buques insignia de la narrativa norteamericana del XX, Anderson nunca gozó de tanto postín literario como sus sucesores.

Muchos matrimonios es en gran medida un reflejo de las ansias escapistas de un Sherwood Anderson hastiado del materialismo propio de su década, ese tren desbocado que acabaría descarrilando en el Crack del 29. Asistimos allí a las tribulaciones de John Webster, un industrial de las lavadoras de Wisconsin cuya anodina existencia se ve desbordada por la presencia de su joven secretaria. Muy quijotescamente, Webster hace de esa joven, Natalie, su particular Dulcinea, que no es tanto un objeto de deseo como un ideal de liberación personal al que envuelve con toda una poética de la locura. Su interioridad enfermiza, la preocupación de ser juzgado por su familia y vecinos, se proyecta en una serie de apreciaciones sobre el mundo que le circunda y que, tamizadas por el romanticismo pueril de Webster, resultan en un retrato desmitologizante de esa América de adosados blancos y máquinas corta-césped. Anderson diagnostica así a sus contemporáneos como víctimas de una «incontinencia» provocada por la programática existencia que ha impuesto el desarrollo industrial y la migración a las ciudades, donde se ha perdido «el contacto con las cosas». El anhelo de corporalidad, de lo físico, rechaza su carga erótica para traducirse en una búsqueda de un placer metafísico, que no tiene nada que ver con las bajas pasiones de los clientes de Ashley Madison, sino que nos entrega una pedagogía, un manifiesto de resistencia ante la anomia y el aburrimiento.

Hay en John Webster algo de esos personajes obsesivos, típicamente nabokovianos, que en ocasiones derrochan alta cultura y en ocasiones simplemente lo pretenden, pero que siempre ofrecen un lúcido análisis sociológico aunque sea de manera involuntaria. Un proto-Humbert, cuyas obsesiones no llegan todavía a derramarse sobre una nínfula —no se queda muy lejos de ello—, pero que ya ponen en cuestión los cimientos del puritanismo familiar norteamericano. No es de extrañar que Scott Fitzgerald reseñara el carácter «asocial» —que no amoral— de esta novela a la que, por cierto, etiquetaba como la mejor pieza de Anderson.

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Natalia

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