Al envejecer los hombres lloran de Jean-Luc Seigle, publicada por Seix Barral, por Natalia Alonso.
Hay títulos seductores que una vez pasada la primera página, la historia vale tan poco que su título deja de ser elocuente, para convertirse en una herramienta de marketing que bien podría haber utilizado un publicista para vendernos una moto. Este no es el caso de Al envejecer, los hombres lloran, de Jean-Luc Seigle. Gran título y mejor novela.
Se narra un día en la vida de la familia Chassaing, un día aparentemente normal, salvo por dos hechos que en principio no tendrían ninguna conexión, pero que a medida que vamos leyendo la novela casi diría que el segundo es consecuencia del primero: la llegada del primer televisor a la casa, y el deseo de Albert, el padre de familia, de quitarse la vida.
La novela se estructura a través de las distintas fases que tiene el día: el amanecer, la mañana, la tarde, el crepúsculo y la noche, y según avanzan las horas, la angustia de Albert se hace más patente: asistimos como al cuestionamiento vital que se va haciendo el protagonista recurriendo al uso de flashbacks y digresiones.
Es una narración teatral: apenas hay escenarios en el sentido novelístico más tradicional. Casi toda la acción sucede en la casa de los Chassaing, donde los distintos personajes entran y salen de escena. He aquí el variopinto elenco: un padre que se cuestiona todo, una madre obsesionada con el hijo que está en el frente, un joven lector en una casa donde nadie lee, una hermana más preocupada de sí misma que de su madre moribunda, una viuda de guerra, un cartero promiscuo y un profesor de ortografía. Los personajes se construyen apenas con retazos, parecen bocetos de una pintura realista, toques de color que nos los hacen más vívidos que si el autor hubiera dedicado decenas de páginas a describirlos. Son personajes memorables, algo a muy difícil de conseguir cuando nos enfrentamos a tal número de actores. Además, lejos de lo que pudiera parecer en un principio, el autor es capaz de crear una familia de personajes tan dispares, que encarnan roles actorales complementarios, y en algunos casos, incluso opuestos. Como su título vaticina, el tema del llanto es algo recurrente en la novela, los personajes lloran por diferentes motivos, pero lo curioso es que la madre de Albert, la más cercana a la muerte, no derrama ni una sola lágrima. Lo mismo sucede con la felicidad: cada uno la entiende a su manera. La literatura, el sexo, los nuevos electrodomésticos, el arreglo de relojes, se convierten en las vías de escape de cada cual en este claustrofóbico entorno.
Si tuviera que quedarme con una escena del libro, sin duda sería la que Albert lava a su anciana madre, despojada ya de cualquier vergüenza. Está tratada de manera tan sutil que te estremece hasta la última fibra. Nos encontramos, como lectores, en una posición extraña: mezcla de voyerismo y repulsión, todo al mismo tiempo. Sin duda, una escena que resume el espíritu mismo del libro.
Al envejecer, los hombres lloran, tiene algo de Un día magnífico para el pez plátano, de Salinger. No sólo el tema del suicidio, las consecuencias de la guerra, lo no dicho, sino sobre todo en esa pátina teatral, ese montaje en escenas y situaciones de diálogos magistralmente construidas.
En un número no muy extenso de páginas se desarrollan conflictos profundos y complejos. Albert busca el suicidio, su mujer y el cartero tienen un affaire, el hijo pequeño se pone en manos del profesor jubilado para corregir su ortografía y potenciar su talento literario, los abortos de la abuela y ese hijo ausente luchando en la guerra de Argelia. Cuando cierras el libro te das cuenta de que has tenido que leer entre líneas, rellenado huecos de información y creado tus propias historias y desenlaces. El arte de la síntesis y la elipsis alcanzan aquí su máxima expresión, y vivimos el reto de ser lectores activos. Una novela donde se plantea la necesidad del suicidio del padre para que el hijo mayor vuelva de la guerra. Es la muerte la que traerá la vida. Es la tristeza en pos de la alegría de otros.
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