Uno de los textos más lúcidos y lúdicos que hemos leído sobre el arte del relato: ríete y aprende. Tanto para carnívoros como para vegetarianos. Ojo: no dejar al alcance de los niños.
La carne del cuento por Oscar de la Borbolla
Las definiciones acerca de los géneros literarios, por lo regular, son tan pedantes que a mí se me antoja comentarlas como un carnicero: comparar los diferentes tipos de discurso con las diferentes clases de carne, y hacer de este breve texto una blanda milanesa al alcance de cualquier colmillo-lector.
Mejor que todas las metafísicas del ente de ficción y mucho mejor que ese vocabulario ininteligible de los críticos, que hace de los renglones tendederos donde se cuelgan palabras y frases domingueras, es considerar la literatura: carne, y acercarnos a ella apropiadamente.
Afilar los cuchillos, uno contra otro hace del carnicero un sacerdote, un verdadero filósofo materialista que deslinda con asombrosa maestría de una parte la tapa de aguayón, de la otra el costillar, acá los huesos limpios y allá los pegajosos y elásticos pellejos. Ya quisieran los teóricos, algún día, llegar a separar los conceptos con la precisión con la que un carnicero desgaja un animal.
Como carnicero, digo que el cuento es carne magra, sabrosa de punta a punta, calculada para saciar el apetito de cualquiera en una sentada y de la que por fuerza no debe sobrar en el plato ningún desperdicio: ni un gordo ni un huesito abandonado.
Quien muerde el primer párrafo de un cuento debe sentir que la lengua y el paladar se le inundan de golpe con un sabor que lo obliga a seguir hasta el fin, hasta ese último bocado que resume y exacerba el gusto, pero con el que a su vez uno se queda puntualmente satisfecho. Más que ninguna otra carne, la delcuento debe cortarse de un tamaño exacto: a la medida del apetito que el sabor sea capaz de despertar. Un buen cuento jamás resulta corto o largo, es sencillamete inolvidable como el corazón del filete.
La novela, por el contrario, es otra carne; tiene nervios y tiene grasa y huesos y hasta puede estar claveteada o prepararse como cuente mechado de verduras.
Estos altibajos, necesarios en la fibratura de la novela, son errores grasos en la carne del cuento. En éste todo exceso se aceda en la boca y produce unos efectos vomitivos instantáneos: el lector aparta el cuento y lo devuelve sobre la mesa; aunque claro, siempre puede uno encontrarse con algún copógrafo caritivo que a pesar de los abusos lo degluta entero, pues, como se sabe abundan los lectores anales incapaces de dejar nada a medias.
La carne de la poesía posee un sabor reconcentrado que puede acompañarnos ya para siempre tras una simple y única mordida.
La poesía es capaz de curar el apetito en un instante y, por ello, sólo los bárbaros pueden tragarse un poemario de un tirón. El cuento, insistimos, es carne magra; la poesía, carne penetrante.
Agrego como carnicero honrado un pilón a propósito de algunos otros géneros: los estudios literarios son carne molida; las reseñas, pellejos para gato; los análisis científico-literarios no son siquiera retazo con hueso, sino esqueletos duros como la palabra «coccix» que al meterse en la carne de la literartura, la hacen parecer no una vaca viva, sino una vaca de madera completamente rígida, un caballo de Troya del que descienden los enemigos de la creatividad para arrasarla e imponer sus dogmas. Ojalá que estas tres cuartillas sean de carne podrida, es decir, de ucronía.
¡Dios mío, qué querrá decir Oscar de la Borbolla con eso de los análisis científico-literarios! ¿Y si llevo un engendro rígido en mis entrañas más malo que la tiña? Espero que se refiera a otra cosa.
Me imagino que se refiere a algo muy de moda en el momento que escribió esto: los semiólogos, los narratólogos. Gente de palo, muchos de los cuales hicieron cosas maravillosas, pero otros fueron tan incomprensibles y exagerados: el ideolecto, el ideotexto y otras ‘ideoteces’.
Excelente, maestro. Tiene razón sobre los
poemas, he leído su libro «los sótanos de
babel» hace unos años del tirón. Lo he
vuelto a tomar y ha sabido diferente.