Tomado del libro Cinco golpes de genio de Ronaldo Menéndez.
Bienvenido a uno de los grandes recursos con que cuenta un autor para escribir bien. Pocas cosas influyen tanto en la mente de un lector, en su estado de ánimo mientras avanza por nuestra historia, como lo que hacemos con el tiempo narrativo. Lo primero: cuando escribimos, seamos o no conscientes de ello, creamos determinada ilusión de temporalidad en el relato. ¿Cómo? Muy sencillo: el artificial tiempo de un relato funciona de manera muy parecida a como funciona el tiempo en nuestra cabeza.
Ahora es necesario que te pongas a pensar en tu propio cerebro, en cómo percibes el tiempo dentro de esa masa fofa y gris. Pero como eres listo, vamos, que no todo está perdido, enseguida puedes darte cuenta de que nuestra percepción del tiempo no se corresponde exactamente con lo que de manera objetiva llamamos Tiempo. Objetivamente, el día tiene veinticuatro horas que se determinan por el movimiento de los astros, te guste o no, aunque yo preferiría que los sábados duraran treinta horas. Pero en tu cabeza ocurre algo muy diferente. Por ejemplo, si esto fuese una clase aburrida que dura una hora en los relojes, probablemente cuando suene el timbre tengas la sensación de que la clase no ha durado una hora sino un siglo. Pero si la clase te interesa mucho y/o estás enamorada del profesor, el tiempo pasa volando, lo mismo te ocurrió con esas vacaciones que tanto esperabas, en un santiamén ya estabas de vuelta al tajo: ¡veinte días pasaron volando! Nuestra percepción del tiempo está determinada por la calidad de ese tiempo, anímicamente hablando, de modo que nos resulta inevitable tener percepciones dilatadas, comprimidas, fragmentarias. Pues precisamente eso mismo es lo que hacemos con el tiempo en todo texto narrativo: creamos un tiempo artificial que puede dilatarse, fragmentarse, retroceder, comprimirse.
Por ejemplo, cuando lees la novela de García Márquez Cien años de soledad, aunque te enganche y la despaches en un fin de semana de ocio friqui, tienes la sensación de que has vivido cien años en Macondo, con todos esos Buendía de nombres que se confunden. La novela cuenta con cuatrocientas páginas aproximadamente, y en esta larga extensión se narra una historia que dura cuatro generaciones, cien años. Podemos afirmar, entonces, que el tratamiento del tiempo que hace Gabo en su novela imita el tiempo real.
¿Pero qué pasa con el Ulyses, de Joyce el pesado? La novela de este genio sin demasiados lectores cuenta con más de mil páginas, y sin embargo narra veinticuatro horas en la vida de Harold Bloom. ¡Veinticuatro horas desarrolladas a lo largo de más de mil páginas! Con razón cuesta leerlo, vamos, el lector ya se ha ido y Joyce sigue hablando. Podemos afirmar, entonces, que el tratamiento del tiempo que hace James Joyce en el Ulyses dilata el tiempo real. Lo contrario de lo que hace Rulfo, el de los pies ligeros, en Pedro Páramo. Si te fijas, la novela de Juan Rulfo cuenta la biografía de Pedro Páramo y empieza unos años después de su muerte, o sea, abarca más o menos cien años, como la de Gabo. Sin embargo, Rulfo invierte poco más de cien páginas para desarrollar la misma temporalidad que García Márquez a lo largo de cuatrocientas. Podemos entonces afirmar que el tratamiento del tiempo que hace Rulfo en su novela comprime el tiempo real.
Gabo imita, Joyce dilata, Rulfo comprime. Tres tratamientos temporales totalmente diferentes, pero ¿gratuitas? Un buen tratamiento del tiempo siempre debería estar en correspondencia con el propósito expresivo de la obra. Cien años de soledad tiene el aliento de las grandes novelas decimonónicas en el sentido de sugerir en la mente del lector la idea del paso del tiempo. Su autor se propone que vivamos sumergidos en la vasta realidad de creación y muerte de un universo, Macondo. En cambio el Ulyses pretende explorar el presente, el infinito universo de sensaciones, percepciones, ideas, asociaciones, que nutren nuestro presente. Como si enchufaran un puerto USB a nuestro cerebro y transcribieran todo lo que pasa en él, llenaríamos centenares de páginas con un par de horas. Por eso Joyce utiliza le técnica del monólogo interior, por eso pretende —y consigue— dilatar en mil páginas el breve presente del protagonista. Por último, Rulfo es mexicano, y todo el mundo sabe cómo son los mexicanos con respecto a la muerte: esas fiestas raritas de beber tequila y comer tacos en los cementerios, como si hubiese una puerta abierta entre la vida y la muerte. Y Pedro Páramo, entre otras cosas, se propone que nos sumerjamos en el pueblo de Comala, donde habitan los vivos y los muertos. O sea, Rulfo quiere crear una especie de eternidad, de atemporalidad, y para ello no solo comprime el tratamiento del tiempo, sino que lo fragmenta. De tal manera que no conseguimos tener claro, como en la informe eternidad, qué ocurre antes y qué ocurre después.