Una de las conocidas tesis de Harold Bloom sobre el cuento es que todo cuento sigue una de las dos grandes tradiciones del género: o está escrito al modo de Chéjov o lo está al modo de Kafka.
Por supuesto que esta división tan radical puede y debe ser matizada, pero resulta imposible leer a Katherine Mansfield (1888-1923) sin pensar en Chéjov. De hecho, la propia Mansfield se reconoció deudora del autor ruso.
Nacida en Nueva Zelanda en el seno de una familia culta y acomodada, su vida literaria se desarrolló principalmente en Londres, donde frecuentó el círculo de Bloomsbury y trabó amistad con Virginia Woolf que siempre la reconoció como una rival literaria. Autora, ésta última que ya tratamos en esta otra reseña.
Aunque su corta y, desde los cánones de la época, tormentosa vida sentimental, supuso una continua transgresión de las convenciones sociales, su narrativa no aborda nunca este aspecto de las relaciones humanas. En general, sus historias se desarrollan en ambientes apacibles, casas con hermosos jardines y familias burguesas retratados en situaciones cotidianas. En los cuentos de Katherine Mansfield apenas hay lugar para la sorpresa, el giro inesperado o la consecución de un clímax narrativo.
Si aceptamos el principio de que en literatura, teatro o cine, los personajes malignos o desclasados son la base sobre la que a menudo se soportan las historias, ¿cómo es posible que en el entorno plácido de las narraciones de Katherine Mansfield puedan construirse cuentos memorables?
Seguramente la respuesta vendría de la posesión y suma, en su persona, de dos cualidades que la hacen única: «una mente tremendamente sensible» (como reconoció, con estas palabras la propia Virginia Woolf), y una innata y extrema capacidad de observación de la naturaleza y la conducta humanas. Con estos cimientos sólo falta, y lo tenía, el talento literario para combinar ambas aptitudes.
La mayoría de los relatos de Katherine Mansfield giran alrededor de pequeños incidentes familiares, siguiendo la idea chejoviana de que las grandes historias se construyen sobre la base de anécdotas insignificantes. Por eso, los personajes de Katherine Mansfield no necesitan asomarse al Aleph para descubrirse a sí mismos: la simple visión de la sombra de un gato a través de una ventana puede desestabilizar su felicidad.
La lectura de Katherine Mansfield supone para un lector la confirmación de la enorme dificultad de ser sencillo en literatura sin resultar banal, y la de que esta cualidad sólo está al alcance de unos pocos.
Pero quizá la característica más personal de la narrativa de Katherine Mansfield sea la atmósfera de liviandad y extraño alejamiento en el que viven los personajes, que parecen no estar pegados al suelo. Resulta difícil transmitir esta sensación de forma convincente sin leer a la autora, por lo que, simplemente, lo anoto para uso de futuros lectores.
Lo mejor de su narrativa se reúne en las dos colecciones de relatos de su madurez creativa: Felicidad y otros cuentos (1920) y Fiesta en el jardín y otros cuentos (1922).
Del primer libro destacaría dos relatos: Felicidad, uno de los cuentos preferidos de Julio Cortázar, por otra parte tan diferente a Katherine Mansfield (de hecho, a pesar de su admiración por este texto, no dejó de señalar que él nunca lo habría escrito así), y Preludio, para muchos el mejor relato de la autora.
Del segundo libro recomendaría: Fiesta en el jardín, En la bahía, y uno de mis preferidos, Las hijas del difunto coronel.
Al hilo del comentario de estos cuentos es fácil anotar las características del estilo de su autora:
Felicidad (1918)
El relato cuenta la anécdota de una pequeña fiesta en casa de los Young a la que asisten unos cuantos invitados.
La protagonista siente, sin saber por qué, una felicidad desbordante. Es feliz; incluso «demasiado feliz» llega a afirmar. Y en ese estado de éxtasis, en el que tiene la sensación de que algo va a pasar, ve reflejada su felicidad en cuanto la rodea: hasta en la cualidad y color de la fruta que ha comprado… para que entone con la nueva alfombra del salón.
Pero no todo es felicidad: la protagonista no encuentra su lugar de madre ante la presencia de la niñera de su hija, y hasta algo tan estúpido como una imagen entrevista a través de la ventana la inquieta con un significado que no alcanza a comprender. Luego, esa misma noche, sentirá por su marido emociones confusas e inesperadas…
La grandeza de este cuento radica en la forma de mostrar la esencia frágil de la felicidad, mediante una sucesión de episodios banales. Poco después, tampoco la amenaza de su pérdida parece inquietar a la protagonista más allá de una simple duda sobre el futuro.
También habría que llamar la atención sobre el riguroso empleo, por parte de la autora, de uno de los consejos de Chéjov sobre el arte de la escritura: mostrar, antes que describir. Animo, como ejemplo, a estudiar la presentación de los personajes de este cuento, a los que casi llegamos ver físicamente a partir de su simple cruce de diálogos.
Y un consejo: una vez finalizado el cuento, invito a su inmediata relectura para apreciar la cantidad de alusiones y matices que posee, y constatar el modo en el que cada frase se va sumando a la arquitectura final del relato.
Preludio (1917)
Se dice que la lectura de este cuento pudo suponer un giro en la obra de Virginia Woolf hacia la narración basada en el flujo de conciencia. De ser así, estaríamos ante un texto básico en la historia de la literatura moderna.
Es el primer cuento de los varios que la autora dedicó a los Burnell, centrado, en este caso, en la mudanza y el traslado de la familia a una nueva residencia.
Se trata de un relato en el que, como ocurre en tantos otros de Katherine Mansfield, apenas pasa nada; en realidad, como en la propia familia, donde cada día se repite el rito de la vuelta al hogar del marido, el hombre de la casa, y su «¿Todo en orden?», que le sirve para confirmar día tras día la estabilidad familiar.
El cuento se estructura en un conjunto de escenas impresionistas sucesivas, en las que cada personaje describe por separado sus estados de ánimo y habla de sus pequeñas o grandes frustraciones, jamás expuestas a la luz.
Fiesta en el jardín (1922)
Una familia acomodada se prepara para celebrar una fiesta en el jardín de su casa, cuando les llega la noticia de la muerte de un trabajador que vive en un grupo de casuchas cercanas.
A partir de ese momento se desencadena una batalla entre la ética y el orden, bajo el aspecto de una odiosa sensatez -la peor cara de la insensatez-, que va ganando terreno hasta llenar por completo el relato. Será una de las hijas de la familia, quizá el único personaje del relato con atisbos morales, la que finalmente se verá forzada a una patética asistencia al sepelio, bajo la mirada feliz y serena del fallecido.
En la bahía (1922)
Es la narración de un día de la estancia veraniega de la familia Burnell en una playa de Tasmania.
Como en Preludio, la anterior entrega de los Burnell, el cuento es una sucesión de escenas en la que cada uno de los personajes nos habla de sus inseguridades, sus recuerdos, sus reflexiones sobre la vida.
Ante el hecho de que el marido quiere hacer valer su posición de varón y único sostén de la familia, las tres mujeres de edad de la casa: su mujer, su cuñada y su suegra sienten un inmenso alivio cuando éste abandona la residencia cada mañana. Sin embargo, luego, en soledad, cada una de ellas vive, se alimenta y se atormenta con sus propios recuerdos y anhelos.
Quien lea Las olas, que Virginia Woolf publicó nueve años después de que viera la luz este cuento de Katherine Mansfield, no podrá dejar de establecer entre ellos un evidente nexo literario: la introducción de las diferentes secciones de ambos relatos; el similar tono evocativo; el sucesivo y entrecruzado flujo de pensamiento de los personajes…
Todavía más. ¿Quién después de leer la reflexión de la cuñada soltera que vive con el matrimonio sobre el sentimiento que le produce su habitación: «Pero ahora… de pronto la habitación se ha convertido en algo entrañable. Es una habitación divertida, maravillosa. Y tuya. ¡Ah, qué alegría tener cosas propias! ¡Mías, sólo mías!», no pensaría inmediatamente en Un cuarto propio, escrito siete años después de este relato?
Las hijas del difunto coronel (1921)
Creo que este cuento es uno de los que mejor resume el estilo y la atmósfera narrativa de Katherine Mansfield y, en lo que a mí respecta, uno de los relatos más hermosos que haya leído nunca.
Lo considero admirable tanto desde el punto de vista de un lector, como lo debería ser del de un escritor, habida cuenta de su preciso ejercicio de mostrar todo lo que constituye la historia: personajes, espacios, ambiente y sentimientos, sin el empleo de una sola descripción.
El cuento es un retazo de la vida de dos solteronas, que acaban de perder a su padre, un anciano militar que ha condicionado su existencia hasta convertirlas en dos seres inseguros, incapaces de enfrentarse a su entorno, continuamente basculando entre la acción y la inacción. Dos personajes que en realidad son uno solo, tal es su interdependencia.
Las protagonistas y el resto de personajes no hacen sino hablar, y a través de sus diálogos, a medias entre la palabra y el pensamiento, entre la frase dicha y la sugerida, nos ofrecen un retrato casi fotográfico de toda su existencia.
Para finalizar, recordemos la opinión del marido y editor de Katherine Mansfield, John Middleton Murry, que incluye Virginia Woolf en el prólogo de la edición póstuma de los Diarios de Katherine: «Los más notables escritores ingleses de relatos cortos están de acuerdo en admitir que Katherine Mansfield era una narradora “fuera de concurso”. Nadie la ha superado y ningún crítico ha sido capaz de definir cuál era su especial cualidad».
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Excelente reseña de una autora que
admiro. Gracias
Muchas gracias, Cristina por tu comentario 🙂