Charlamos con Toño Angulo Daneri, profesor del Curso de Periodismo Literario sobre el nuevo periodismo, el pacto con la realidad, lo literario de la crónica y lo periodístico en la ficción entre otras muchas cuestiones.
Billar de letras (BdL): Nuestras entrevistas son temáticas, y en tu caso abordaremos las relaciones entre periodismo y literatura, cómo se trasvasan recursos técnicos y métodos de trabajo de una a otra disciplina, pero quiero empezar por algo más personal: ¿Cuándo fue la primera vez en que sentiste la necesidad de escribir algo ‘más literario’, siendo periodista? Quiero, de ser posible, una anécdota.
Toño Angulo (TA): Tengo 45 años, así que esta anécdota se remonta a cuando las computadoras sólo las usaban los diseñadores gráficos, no había por supuesto internet y los periodistas éramos una especie de levantadores de pesas enfrentados a musculosas máquinas de escribir. Yo acababa de empezar la carrera cuando una huelga universitaria me dejó sin nada que hacer que no fuera trabajar como encuestador para costearme el tabaco y los pasajes. Así que en parte para no desaprovechar el tiempo —tenía las tardes libres— y en parte en busca de aventuras, me ofrecí como becario en un diario que se llamaba igual que el puerto donde crecí: El Callao. Nada más llegar, el jefe de redacción me dijo: “Sal a peinar las calles y busca una buena historia; si la encuentras, te quedas”. Hasta ese momento yo sólo había cursado las asignaturas generales de Humanidades, no conocía las nociones elementales del —a menudo chato— discurso periodístico, ni tenía idea de cómo contactar o cultivar una fuente. Pero tenía a Hemingway, así que me fui a conversar con los viejos pescadores del puerto y me pasé la tarde bebiendo pisco con ellos. Al día siguiente le entregué al jefe una historia un poco sensacionalista sobre la vida de estas personas. Por suerte no guardo copia de ese artículo ni de ninguno de los que más tarde publiqué allí; hay recuerdos que dan cosita. Pero mi memoria, que como todas las memorias tiende a guardarse lo mejor, se quedó con esto: uno, que el texto reconstruía narrativamente mi encuentro con los pescadores y estaba lleno de descripciones y diálogos; y dos, que fue titular de portada. Así que a partir de ese momento no sólo me aceptaron como becario —sin pago, por supuesto— sino que me eligieron como una suerte de cachorro de cronista, dedicado a buscar historias allí donde otros pensaban que no había nada, esto es, debajo de las piedras. Supongo que debí creérmelo, ya que en los siguientes veinticinco años no he hecho otra cosa que vivir del mismo cuento.
BdL: Hubo un momento del siglo XX, en el periodismo norteamericano, en que los escritores de ficción comenzaron a pensar que ‘la realidad’, como soporte de la veracidad de un texto, podía convertirse en un poderoso componente estético, o sea, literario: ¿Por qué consideras que ocurrió esto?
TA: Yo creo que hay un malentendido con esto del Nuevo Periodismo estadounidense. Para empezar, el hecho de combinar recursos del periodismo, de la narrativa literaria y del método de la Historia con mayúscula no podía ser algo “nuevo” en los años 60 del siglo XX. Digan lo que digan los gringos y sus manuales para dummies, el mejor periodismo de todos los tiempos y en todas partes siempre tuvo un pie aquí y otro allá. Es una disciplina híbrida por naturaleza, mestiza, académicamente bastarda inclusive. Pensemos en los cronistas de Indias. O en Heródoto, si se quiere ir más lejos. O en el Diario del año de la peste, de Defoe. O en José Carlos Mariátegui o Martín Luis Guzmán para situarnos en América Latina. O en Julio Camba o Josep Pla por mencionar a dos españoles. Todos ellos escribían “Nuevo Periodismo” antes que Gay Talese, Jimmy Breslin o Joan Didion, e incluso antes que sus compatriotas John Hersey o Lillian Ross. Ya lo decía Valle-Inclán refiriéndose justamente al oficio del periodista: como el presente aún no es la Historia, tiene que encontrar caminos más realistas. Volviendo a la pregunta, entonces, mi impresión es que lo que sí hizo el Nuevo Periodismo estadounidense fue volver a poner las cosas en su sitio. Hasta ese momento, los diarios y revistas llevaban años perfeccionando la “visión objetiva” y el “estilo neutro” que supuestamente debían aplicarse a todo suceso noticioso. Fue contra esas reglas y esos esquematismos de escritura telegráfica que se rebelaron los Nuevos Periodistas. Como contaba Marc Weingarten en La banda que escribía torcido (traducido recientemente al castellano por Libros del K.O.), tras la Segunda Guerra Mundial el mundo estaba patas arriba, así que ¿qué hicieron los periodistas más leídos y mejor dotados técnicamente para la escritura y también para la crítica social? Lo que suele hacer todo periodista: encontrar relaciones de sentido dentro de ese caos, pero sin someterlas a la clásica plantilla del qué, quién, cuándo, dónde y cómo —la famosa pirámide invertida—,y en cambio explotar como escritores lo que bien has llamado el componente estético, es decir literario, de una realidad veraz. Otra cosa que no hay que olvidar es que detrás de ese estilo telegráfico y objetivista previo a la irrupción de los Nuevos Periodistas en Estados Unidos había una razón económica: la de vender centenares de miles de ejemplares que fuesen leídos por la mayor cantidad posible de lectores, lo cual requería una forma esquemática y simple de dar a conocer hechos y datos a la gente con menos estudios o habilidad lectora. En cambio basta leer una crónica de cualquiera de los mencionados, o de Hunter S. Thompson, Terry Southern o Tom Wolfe, para comprobar que se dirigen a un lector más entrenado —y más enterado— cultural y literariamente.
BdL: Vamos a girar ligeramente, hacia el Curso de Periodismo Literario que dictarás próximamente en Billar de Letras: ¿Qué hay de esta herencia, de estas concepciones y búsquedas de la vieja escuela norteamericana en el espíritu de nuestro curso ‘El tocino y la velocidad’?
TA: Está todo: la dimensión estética de la que hablabas en tu pregunta anterior, lo cual incluye las técnicas y recursos de la narrativa literaria —tema, argumento, conflicto, tensión dramática, punto de vista espacial y temporal, uso del diálogo en vez de la cita o la mera declaración, etc—, y también por supuesto la actitud investigadora y el rigor documentalista del buen reportero. Muchos de los que se sienten atraídos por el periodismo narrativo lo hacen por lo que se piensa que éste tiene de “literario”. Es más, algunos lo hacen para huir del poco —y cada vez más famélico— prestigio que tiene la palabra “periodista” en comparación con la de “escritor”. Quieren escribir pero no siempre quieren reportear. La pura explosión creativa y no la laboriosa y por momentos aburrida tarea de documentarse. El escritorio y no la calle. Olvidan lo que un historiador-periodista como Timothy Garton Ash dice acerca de lo hacemos, que es narrar la Historia del presente. Eso exige manejar la mayor información posible y, sobre todo, estar en el lugar de los hechos, sea el barrio donde vivimos o un pueblo perdido en la mitad de la nada. Implica poner en juego todos los sentidos, no sólo el de la vista, y pasar una gran cantidad de tiempo con mucha gente. He ahí el espíritu que anima un curso como El tocino y la velocidad: que los participantes encuentren el equilibrio entre la reportería periodística —y sus valores de veracidad, novedad e interés público—, la narrativa literaria y aquello que con Valle-Inclán y Ash podemos llamar la Historia del tiempo que nos ha tocado vivir. Un pie firme en el periodismo, el otro en la literatura y los dos en la Historia.
BdL: Háblame ahora del relato literario, de la ficción pura y dura: ¿Qué le aporta la tradición del relato a los textos periodísticos?
TA: Yo creo que el conocimiento del relato literario es fundamental en dos momentos: al principio, para saber identificar una buena historia periodística que sea susceptible de convertirse en una buena crónica. Porque si bien podemos tener la certeza de que la realidad siempre nos está ofreciendo relatos escondidos como trufas que el periodista narrador debe desentrañar para luego recrearlos, no todas las historias reales que parecen buenas dan lugar a buenos relatos periodísticos. Ocurre como en el cine, donde a menudo se ve que una gran novela adaptada no es garantía de una gran película, sino más bien al contrario. Eso para empezar, para lo cual es importante conocer la teoría que existe sobre el relato: de Propp a Piglia pasando por Hemingway, digamos. Por otro lado creo que la tradición del relato moderno es fundamental a la hora de resolver el problema de la estructura del texto que al final vamos a entregar al editor. Pongamos que ya tenemos reporteada la historia sobre la que vamos a escribir: hemos ido a donde teníamos que ir, incluso varias veces y a horas distintas; hemos conversado con decenas de personas;hemos gastado tres libretas de notas de las gordas; tenemos varias horas de grabación y centenares de fotos de apoyo; nos hemos dejado los ojos revisando documentos y publicaciones en todas las bibliotecas o hemerotecas que teníamos a mano; tenemos mapas y cartas manuscritas fotocopiadas; en fin, en nuestro escritorio o mesa de trabajo no cabe un alfiler. Y ahora, ¿qué hacemos, por dónde empezamos? O si ya tenemos esbozada una idea de arranque, ¿por dónde seguimos, cómo logramos que el texto vaya destilando la información noticiosa sin perder el hilo del relato? Es ahí donde entra la estructura, la mirada espacial-temporal y en cierta forma arquitectónica que el periodista narrador comparte o debe aprender del narrador de relatos literarios. Y también del buen editor cinematográfico, por supuesto.
BdL:Y ahora una pregunta que da para toda una clase magistral, pero que también puede sintetizarse: Pensemos en la crónica. ¿Dónde está la frontera entre ‘ser fiel a la realidad’ o decantarse por ciertas pinceladas de imaginación? ¿Qué pasa si una ligera alteración descriptiva, por ejemplo, puede seducir más al lector que el verdadero aspecto de un lugar?
TA: En esto soy fundamentalista: la frontera no la pone uno, sino el pacto tácito y ético de veracidad que se establece el lector. A eso se suma, por supuesto, una mirada personal, pero que debería ser honesta y en lo posible limpia —lavada, sacudida, despercudida— de prejuicios. Es subjetiva, sí, como toda mirada, pero eso no le da licencia a uno para mentir o inventar. Sólo en la ficción todas las preguntas pueden tener respuesta; en el periodismo, no. Tampoco todos los actos de las personas se pueden explicar con móviles nítidamente diferenciados; eso hay que dejárselo a los relatos policiales. En el fondo, toda ficción es una construcción simbólica, y eso hace que todo gesto o detalle fabulado por el escritor, incluso el más insignificante, acabe por tener un sentido, por significar o simbolizar algo: lo que se muestra y lo que se quiere decir. La crónica exige entrenarse para lo contrario: para detectar la carga de sentido en los hechos reales y verificables, lo que —otra vez— Timothy Garton Ash llama el “poder literario de selección”. Es decir, selecciono esto y no lo otro porque me parece que aporta significado a lo que estoy contando. Y si no, pues mala suerte y a otra cosa, mariposa. Con esto no quiero decir que la imaginación esté prohibida. Al contrario, ‘imaginación’ comparte raíz con ‘imagen’, y eso es precisamente lo que hacemos los cronistas y también los directores de películas documentales: contar a través de imágenes, escenas, pequeñas descripciones fisionómicas a la manera de un close-up o, ya que mencionas el aspecto de un lugar, exhaustivas descripciones panorámicas. Acerca de tu pregunta final, si con una alteración descriptiva se puede seducir mejor al lector, no estoy de acuerdo. Hay un libro de William Langewiesche sobre el Sahara (Sahara Unveiled. A Journey Across the Desert) que es una clase magistral sobre cómo describir un lugar tan repetitivo, y para algunos tan parecido a la nada, como es un desierto de arena y dunas, y dunas y más arena.
BdL: Has fundado y sido editor de numerosas revistas: viajes, crónicas, perfil de personajes, relato: ¿Qué consejo le darías a un aprendiz de editor?
TA: Mi escuela, ya lo sabes, es la revista al reportero Etiqueta Negra, donde un editor es un colaborador secreto del autor. En el campo de la ficción sí que me he ceñido a lo que predomina en el mundo editorial hispanohablante: una que otra sugerencia referida a la coherencia interna del relato, o de estilo, atmósfera o tono, y poco más. Nada que ver con lo que hacía Gordon Lish con Carver o lo que siguen haciendo los editores de la vieja escuela anglosajona, digamos. En el campo de la no-ficción, sea el de la crónica o del ensayo periodístico, estoy convencido sin embargo de que el editor no puede ser un mero funcionario de aduanas que se limita a verificar que la mercancía entregada está conforme —en extensión, enfoque, corrección ortográfica, etc.— y pone su visto bueno para que el texto pasea diseño lo antes posible. Como en el cine y otras disciplinas creativas, en la edición de este tipo de textos lo que mejor funciona es el trabajo en equipo. No hay que olvidar que en el fondo un editor es un lector con privilegios, pero también con responsabilidades sobre el resultado final. Y su tarea en el campo de la no-ficción no sólo consiste en actuar como primer defensor de los lectores del diario o revista para los que trabaja —especialmente en lo que tiene que ver con ese pacto de veracidad del que hablábamos antes—, sino incluso en proteger al propio autor de sí mismo, de sus prejuicios, sus manías, su cansancio, su falta de tiempo o su exceso de confianza. Mi amigo Julio Villanueva Chang solía decirme cuando trabajábamos juntos en Etiqueta Negra y me pasaba sus textos para que los revisara: “Negro, sálvame de mí mismo”. ¿Qué implica esto? Sentarse a conversar con el autor en todas las etapas del trabajo y no sólo al final, preguntar ídem, dudar siempre y leer todo lo que le puede servirle como material de apoyo, sea un libro de autoayuda, un tratado filosófico o una tesis de Botánica.
BdL: Para terminar, quiero volver a la enseñanza de la escritura, y al Curso de Periodismo Literario que dictarás con nosotros: ¿Qué le aporta a alguien que tenga vocación literaria el aprendizaje del arte de la crónica?
BdL: Te voy a responder repitiendo lo que me dijo un amigo escritor de ficción tras pasar por un taller muy similar al de El tocino y la velocidad: “He sumado placer al placer; ahora sé que puedo disfrutar el doble, no sólo escribiendo, sino viviendo aventuras para después escribirlas”. Para los escritores de escritorio, o lo escritores en pijama como los llamo yo, que suelen encontrar todo lo que necesitan en los libros escritos por otros, o a lo mucho husmeando entre los trapos sucios de su propia familia, creo que no hay ejercicio más placentero que acometer un texto de periodismo narrativo. Héctor Abad Faciolince, un autor muy dotado para la ficción y la no-ficción, lo dice de forma más graciosa: “Para escribir ficción el talento está en las nalgas”, es decir, en lo que éstas aguanten posadas sobre una silla. Para hacer periodismo, en cambio, hay que salir a la calle y hablar con la gente. O lo que es lo mismo, tener, además de talento, don de gentes.
Si quieres profundizar en las diferencias y semejanzas entre el periodismo y la ficción, si te interesa entrenarte como cronista, apúntate a nuestro Curso de Periodismo Literario. Para más información pincha aquí o envíanos un email a info@billardeletras.com
Perdonad si os digo que cuando leía vuestra entrevista estaba pensando en lo mío. Y lo mío ahora mismo (nunca se puede decir de este agua no beberé) no es el periodismo, sino la divulgación (científica en mi caso pero eso poco importa). Y si meter literatura en una crónica no sólo me induce a leerla con más ganas sino también a entenderla mejor, nadie sabe lo que la buena literatura puede hacer para iluminar lo difícil, y encima hacerlo de una forma interersante, amena y por qué no, divertida. En vez de leer vuestra charla, la he ido traduciendo a mi lenguaje. De ariba a abajo. Y os juro que funciona.