Moisés bajo las aguas. MIENTRAS AGONIZO, de William Faulkner por Fernando Alonso

POSTED BY   Natalia
09/10/2015
Moisés bajo las aguas. MIENTRAS AGONIZO, de William Faulkner por Fernando Alonso

mientras agonizoMoisés bajo las aguas. Mientras agonizo de William Faulkner por Fernando Alonso.

A mediados del siglo XX aparece en escena un grupo de novelistas cuyas narraciones se desarrollan en mundos tan cerrados como los personajes que se mueven en ellos. Son escritores que tuvieron la necesidad de crear espacios míticos en los que dar vida a las diversas sagas de sus relatos. Así fue como aparecieron el Santa María de Juan Carlos Onetti (1950), el Comala de Juan Rulfo (1953), el Macondo de Gabriel García Márquez (1967) o el Región de Juan Benet.

Todos ellos se consideraron, en su día, deudores de un maestro: William Faulkner (1897-1962), y un condado imaginario: Yoknapatawpha, trasunto del condado de Lafayette, Mississippi, en cuya capital, Oxford, residió aquél gran parte de su vida. El mapa de este territorio, del que el propio Faulkner se nombró «único dueño y propietario», aparece dibujado de su mano en la edición de alguna de sus novelas.

A diferencia de otros escritores del profundo sur americano en el que vivió y sobre el que escribió, William Faulkner fue un autor autodidacta, americano de mil empleos y con notable aprecio por el dinero y el whisky. En los comienzos recibió el impulso de su amigo y también escritor Sherwood Anderson (1876-1941), ¡con la condición de que no le diera a leer sus textos! El reconocimiento popular le llegó mucho después de la mano de Santuario y, posteriormente, con la concesión del Premio Nobel en 1949. Aun así, la ascensión de Faulkner hasta el actual lugar que ocupa en la historia de la literatura ha sido lenta y restringida a lo que cabría llamar lectores avanzados.

Durante su juventud en Mississippi, uno de los Estados más castigados en la guerra civil americana, todavía seguían abiertas las heridas de ésta y las consecuencias de la transformación social que supuso en el mundo rural sureño la derrota a manos de los yankees. Hasta entonces, el Sur vivía en un extraño mundo en el que convivían la educación y caballerosidad de una aristocracia adinerada, con el horror de la esclavitud y una población rural blanca, pocos escalones por encima de los negros. Con la derrota, los estados sureños recibieron un aluvión de blancos del norte, ajenos a sus costumbres, que fueron desplazando a las familias patricias, que veían cómo se derrumbaba su sociedad a manos de lo que consideraban arribistas zafios que llegaban de la mano de la industrialización y la obsesión por el dinero. Este es el mundo en el que se desarrollan las novelas de Faulkner, junto con todos los subproductos de incultura, miseria, violencia y resentimiento; pero también, y de forma no menos importante, de desigualdad social y racial, y de tensión entre la gente del campo y la ciudad.

La narrativa de William Faulkner contiene varios ingredientes que la hacen singular: por una parte, la componente de tradición oral de sus historias; su formación literaria bíblica y shakespeariana, con la carga de grandes preguntas, pasiones y personajes marcados por la culpa; la dimensión psicológica de sus textos; el vanguardismo de su estilo, que aúna el monólogo interior, la multiplicidad de puntos de vista y los saltos temporales.

Este cóctel, que sigue la estela de Henry James y James Joyce, y se emparenta con Virginia Woolf (reseñada en este mismo blog) , trae como consecuencia una profundidad y originalidad pocas veces alcanzada en literatura, unida a una dificultad de lectura no menos desdeñable.

Situado en las antípodas estilísticas e ideológicas de Hemingway, Faulkner debutó, sin embargo, en Hollywood, con el extraordinario guión de la adaptación cinematográfica de una de sus novelas: Tener y no tener.

A pesar de jugar con su imagen, que definía como la de «un granjero al que le gustaba contar historias», Faulkner fue un escritor militante y exigente, que siempre huyó de los atajos literarios: «Si un escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor que siga una teoría es un tonto».

Faulkner tiene, además, otra extraña característica: crea adicción. Es difícil entrar en su mundo literario sin sentir la «fascinación» de la que habló André Malraux. Sus apuestas son tan arriesgadas y radicales que, incluso dentro de una línea estilística reconocible, cada novela plantea un reto literario diferente.

Como lector siento especial aprecio por Absalón, Absalón (1936) y por Mientras agonizo (1930). Puestos a elegir, me quedo con la segunda, que Harold Bloom también considera su obra maestra. Hablemos de ella.

Circula una leyenda literaria sobre las condiciones extremas en las que Faulkner escribió esta novela. Lo que al menos parece cierto es que, en palabras propias, lo hizo «en seis frenéticas semanas», en el tiempo libre de un empleo que le ocupaba la mitad de la jornada.

Si redujéramos la novela a su esqueleto, Mientras agonizo cuenta la historia del fallecimiento y traslado de los restos mortales de una madre de familia a la capital del condado (la imaginaria Jefferson), por parte de su esposo y sus hijos. Éstos, los Bundren, una familia de ignorantes granjeros blancos, pobres y paletos, incluso a los ojos de sus vecinos, deciden hacerlo en cumplimiento de una promesa a la madre, que pidió ser enterrada, allí, con los suyos. Hasta aquí, por triste que resulte el hecho, no deja de ser una anécdota banal. Sin embargo, en manos de Faulkner, este viaje de apenas cuarenta millas se convierte en una travesía mosaica a través de un territorio hostil, pero, a diferencia del Éxodo, los integrantes de la marcha no huyen sino de sí mismos. Quizá por eso las aguas no se abren a su paso ni engullen los carros enemigos, sino los propios, y todos los elementos de la naturaleza se abaten sobre ellos como plagas. Porque, en realidad, no es el cariño hacia la madre lo que está en el origen de esta aventura que, desde el primer instante, toma el carácter de una locura colectiva, mezcla de orgullo ridículo, resentimiento tozudo y egoísmos personales.

La familia la forman el padre y sus cinco hijos: tres adultos varones, una muchacha de diecisiete años y un crío pequeño. Todos ellos, de una u otra forma, parecen marcados por una impronta familiar que está en boca de sus vecinos. Algunos de éstos incluso ven en la muerte de la madre el merecido descanso que no tuvo en vida, en la que ni siquiera fue soportada por sus hijos.

La novela consta de 59 monólogos interiores de 15 personajes: los integrantes de la familia, algunos vecinos y otros, que reflexionan sobre ellos mismos y sobre los demás, lo que supone otros tantos puntos de vista sobre la historia. No todos ellos tienen la misma voz en la novela. El mayor número de monólogos corresponde al segundo de los hijos, Darl, que, en cierto modo, lleva el peso de la narración, aunque por la propia estructura del texto no pueda ser considerado como el narrador.

El texto se inicia con la madre moribunda que escucha cómo uno de sus hijos está construyendo su ataúd a lo largo de varios días de agonía: es la escena que está en el origen del título de la novela, tomado de una cita del Canto XI de la Odisea.

Desde el comienzo, lo que debería ser el centro del drama: el sentimiento por la muerte de la madre, se muestra diluido por intereses mezquinos; sensación que se va acrecentando a lo largo del texto. Detrás de la hueca verborrea del padre sólo emerge la sinrazón del viaje como una grotesca autoafirmación familiar frente a todos los que intentan ayudarlos. Conscientes de su inferioridad social, cuanta más ayuda necesitan, más orgullosos y desabridos se muestran en rechazarla. Y sin embargo, cada miembro de la familia sólo parece preocupado por sus problemas personales. En medio de este comportamiento miserable, incluso los actos de relativa grandeza de la historia, se deben más a la tozudez que a la generosidad.

La acción se articula sobre una serie de polos narrativos que concentran el clímax en ciertos momentos de la historia: la construcción del ataúd, el cruce del río, el incendio del granero, la entrada en la ciudad, el desenlace. Todos ellos tienen una enorme fuerza narrativa, aunque el último merece una reflexión específica.

En la teoría del microrrelato es usual referirse a la necesidad de un desenlace que aúne dos cualidades aparentemente contradictorias: ser inevitable y, a la vez, ser impredecible. Aunque se trate de una novela, Mientras agonizo tiene un final tan impactante como el de un microrrelato. Cualquier lector que haya seguido paso a paso el sufrimiento de los protagonistas, tiene que quedarse atónito al llegar a la frase que cierra el texto y redondea su significado con precisión. Por resumir, creo que el arco que se tiende entre el comienzo de la novela, con la construcción del ataúd, y su desenlace, con esa frase, es una construcción literaria de solidez poco común.

Hay también otro aspecto de la novela sobre el que merece la pena detenerse. Es el relativo a la multiplicidad de puntos de vista y el problema de la Verdad. Como ocurre en El ruido y la furia o ¡Absalón, Absalón!, la existencia en Mientras agonizo de un elevado número de personajes, con su diferente mirada sobre los mismos acontecimientos, introduce una notoria incertidumbre sobre la verdad de la historia. Tómese como ejemplo la relación de la madre con el resto de la familia y, en particular, con alguno de sus hijos, que está en la esencia del relato. El autor, por boca de diferentes personajes, va desgranando la imagen de una madre a la que siempre le ha faltado el afecto de los suyos, y el lector va avanzando en esa creencia. Pero Faulkner, justo en el centro de la novela, introduce un monólogo de la difunta, que nos obliga a poner en cuestión lo que creíamos saber con certeza.

Siendo un tema recurrente en su obra, fue preguntado por ello a propósito de ¡Absalón, Absalón!. Ésta fue su respuesta: «Ningún individuo alcanza a ver la verdad. La verdad nos ciega. Miramos a una persona, y vemos una de sus facetas. La mira otra persona, y ve otra. Pero entendida como globalidad, la verdad es lo que todos ellos vieron, cada uno a su modo, aunque nadie la vio toda» […] «Pero quiero creer que la verdad aparece cuando, leídas las trece versiones del libro, el lector se forma una decimocuarta versión, la que a mí me gustaría considerar verdadera».

William Faulkner no concebía la idea de lectores pasivos.

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Natalia

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