El sueño de la aldea Ding de Yan Lianke publicado por Automática Editorial, por Ronaldo Menéndez.
Solemos verificar que las literaturas orientales hacen cosas raras, que no serían admitidas tan flagrantemente en los cánones de verosimilitud de muchas poéticas occidentales. Y esta novela de Yan Lianke, publicada por Automática Editorial, me trajo a la memoria aquel relato titulado En el bosque, del japonés Akutagawa, donde van entrevistando a cada uno de los involucrados en un crimen, hasta que al final es interrogada la propia víctima a través de un espíritu. Y la célebre novela Kafka en la orilla, de Murakami, donde al final aparecen dos soldados muertos que lo trastocan todo. ¿Qué diferencia hay, por ejemplo, entre los muertos que hablan en Pedro Páramo, de Rulfo, y los de El sueño de la aldea Ding, del chino Lianke?
El tratamiento del escenario: cuando los muertos de Rulfo nos dicen algo, ya hemos entrado, ahogándonos, en el teatro de un mundo imaginario donde todo es posible. Pero en el caso de Lianke la hiper-realidad del mundo recreado contrasta radicalmente con la voz del protagonista. Una aldea china prospera gracias a la venta de sangre. Un niño narra la historia donde media aldea está infectada con el virus del SIDA, y con respecto a lo cual, su padre se ha enriquecido comprando y revendiendo la sangre de los donantes. Hasta ahí, aunque terrorífico, todo en orden. Salvo por un detalle: quien narra, ese niño, ha sido asesinado por envenenamiento, como venganza de los pobladores ante los trapicheos de su padre.
Delicadísima voz narrativa, chinamente observadora de la naturaleza, sosegada, interrogante y nostálgica. Y por si fuera poco, no basta con que la historia la narre un niño muerto, sino que, además, todo lo referido al pasado, toda la ‘regresión’ de los hechos que llevaron a la aldea a estar infectada, aparecen en la novela a través de sueños. El sueño de una realidad atroz que se recuerda a sí misma, desentrañándose. Pero lo más asombroso es que todo esto, perteneciente a un registro extremo de verosimilitud, llegue a ser ‘veraz’ para el lector. Es decir: no nos afecta el hecho de que narre un muerto, ni que se reconstruya el pasado a través de un sueño, porque nada transcurre ‘como en un sueño’. Todo es real. Tanto, que basta leer tres páginas para estar pisando las hojas rojas del otoño en la aldea Ding.
Y le doy otra vuelta a mi pregunta, pensando en aquellos que en mis clases, o en nuestro club de lectura, buscan respuestas en el peliagudo terreno de lo verosímil. ¿Es posible ser arbitrario o gratuitamente fantástico, si lo que pretendemos es ‘contar algo real’? La respuesta a esta pregunta abre los límites de la categoría de verosimilitud ligada a la eficacia de un texto. El sueño de la aldea Ding es indiscutiblemente verosímil, pero no porque se planteen unas absurdas reglas del juego desde el arranque (como ocurre, por ejemplo, en La metamorfosis, de Kafka), sino porque la ‘realidad’ del hecho que se narra, la aldea contaminada de SIDA, es tan absurda y a la vez posible, que después de esto nada es absurdo, incluso una novela, un niño muerto que la narra, y un sueño que reconstruye el pasado. Esta novela constituye un extraordinario ejemplo de cómo el tema es tan predominante y fuerte, que revoluciona las formas. Magnífica, misteriosa experiencia.
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