Las cajas chinas

POSTED BY   Natalia
03/09/2014
Las cajas chinas

Tomado del libro Cinco golpes de genio de Ronaldo Menéndez.

Se trata de una técnica curiosa y antigua. Aunque hoy en día la practica todo aquel que se dispone a darnos la chapa en un bar a la dos de la madrugada. O todo abuelo que pretende mantener embelesados a sus nietos contándole interminables cuentos. Todo empieza por contar algo que parece una historia breve y compacta, pero resulta que en el interior de esta historia hay algún elemento (digamos, un personaje o suceso puntual) que sirve de acicate para empezar a contarnos otra cosa relativa a ese personaje secundario o suceso, y dentro de esta segunda historia hay otro elemento que resulta ser el punto de partida para entrar en una tercera historia.

Tenemos al abuelo sentado en el sillón de la sala, yéndose por las ramas, pasando de una cosa a otra. Abuelo, ¿no estabas contándonos acerca de tu juventud como cuidador del zoo? Pero resulta que en el zoo había un tigre, y que ese tigre vino de Bengala, en el remoto Himalaya, donde había un cazador llamado Pedrito Trabuco (hijo adoptivo del famoso Pedro Navaja), que una vez salió a cazar un tigre devorador de hombres y se enamoró de una joven que con el tiempo se convertiría en una anciana representante de un grupo de  música punk, que… Las cajas chinas vienen a ser la historia de nunca acabar. El rollo que se enrolla de uno a otro carrete. Como su nombre indica, un juego de cajas chinas consiste en abrir una gran caja, y encontrar que dentro hay una segunda, y luego, cuando abrimos esta segunda caja pasamos a una tercera, y así sucesivamente. Vamos narrando un sistema de historias sucesivas, cada una contiene a la siguiente. Cada una establece una relación de subconjunto con respecto a la anterior. Como en un juego de matrioshkas rusas.

Sus orígenes clásicos se sitúan nada menos que en Las mil y una noches. Ah, la bella Scherazad tenía un problema: si no conseguía distraer con sus historias al ocioso sultán, la mandaba a decapitar,  según la costumbre de ciertos mandatarios cuando se aburren. Como para dormirse en los laureles. Scherazad se daba muchos lujos en el palacio del sultán, pero el único lujo que no podía darse era el de ser aburrida. Tenía que conseguir hipnotizarlo y luego mantenerlo en vilo por tiempo indefinido, cada noche, contándole relatos. Observemos el propio título de esta gran obra: Las mil y una noches. Eh, los de la penúltima fila, fijaos en que no dice simplemente las mil noches, que es un número cerrado. La clave está en el uno, que sugiere una cadena interminable, sugiere el infinito. Mil y uno, parece que no va a acabar nunca. Y esto es precisamente lo que pretende Sherazad contando historias. Pero, ¿cómo conseguirlo?
Imaginemos que Sherazad narra la historia de Simbad el marino, y que en uno de los puertos donde atraca el bergantín, el sediento aventurero visita una taberna a media noche. Su propósito es ponerse ciego de alcoholes, como corresponde a su condición tarambana. Entre un gintonic y otro, el lobo de mar observa que irrumpe en la taberna una turba de cuarenta borrachos cantando los últimos hits de la época, pero la historia de Simbad sigue su curso: se emborracha, liga, y luego se hace a la mar nuevamente (con resaca, nunca mejor dicho). La siguiente historia que empieza a contarle Scherezad al sultán es la de aquellos cuarenta borrachos cantores que irrumpieron en la taberna, y que se titula: Alí Babá y los cuarenta ladrones. Y digamos que dentro de esta segunda historia, mientras los ladrones cabalgan, se cruzan con una anciana que va de aldea en aldea promoviendo a un grupo musical punki llamado Secreción nasal. Pero los ladrones siguen con sus asuntillos ilegales hasta que termina este segundo relato, como mucho se echan unas risas a causa del atuendo de la anciana. La tercera historia que le cuenta Scherazad al sultán, inmediatamente, es la de nuestra anciana que se ha convertido en representante musical punk porque necesita dinero para su corporación dermoestética con el propósito de ofrecerle a Proust una depilación integral.
En cada historia se siembra el germen de la que vendrá después. Como si fuésemos dejando pistas que luego van a desarrollarse. O haciendo una promesa que genera expectativa: si te gusta lo que te estoy contando, prepárate para lo siguiente. El efecto en el lector es de reconocimiento y familiaridad —le están contando algo ‘nuevo’ que forma parte de algo que ya conoce—, pero también es de sorpresa: ¿y ahora qué va a pasar con esa anciana?

Como suele suceder, la técnica de las cajas chinas ha ido evolucionando y modernizándose, sus variantes no se limitan a contar una historia y luego pasar a otra basándonos en algún elemento previo. Existen libros enteros de relatos donde los personajes se repiten de un cuento a otro cargando consigo historias que no fueron desarrolladas previamente. O sea, abriendo puertas —cajas— sucesivas. Casi toda la obra de Salinger, por ejemplo, juega a hacer cajas chinas de un libro a otro. Eh, listillo de la penúltima fila, ¿sabías que el protagonista del relato Un día magnífico para el pez plátano, Seymour Glass —el que se pega un tiro en la sien derecha— habita como cajas chinas en la obra de Salinger? Lo encontramos en una novela titulada Seymour, and introduction (Seymour, una introducción), y también lo vemos en la novela Fanny and Zoey como hermano mayor de los protagonistas, que fue niño superdotado y ahora le gusta el budismo. El celebrado escritor norteamericano Jonathan Franzen hace cajas chinas en sus novelas Las correcciones y Libertad, y el realizador Quentin Tarantino juega con las cajas chinas prácticamente en todas sus películas. Y Borges, que es prácticamente lo contrario de Tarantino, nos da su variante de cajas chinas en su magnífico relato El Aleph.

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Natalia

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